En origen los sustantivos (=nombre de cosas) no tenían
género. De hecho, en la mayoría de lenguas del mundo no existe el género
gramatical. No hay género en inglés, ni en euskera, ni en chino. Lo que sucede
es que en las lenguas europeas hay cambios en la flexión final de los
sustantivos que se han identificado como dos géneros o incluso tres si contamos
el neutro. Pero el género gramatical no tiene nada que ver con el sexo. Se
trata de palabras que presentaban distintas terminaciones que, siguiendo el
criterio del filólogo Joan Solà Cortassa [1] hubiéramos podido llamar género A
cuando es 'no marcado', y género B cuando está 'marcado' y termina en [-a]. El género asociado al sexo sólo se manifiesta en el pronombre personal
de tercera persona (él, ella) y sus diferentes formas. Es decir, somos los
humanos y los animales los que tenemos género asociado al sexo. Lo habitual ha
sido utilizar palabras distintas para indicar sexo distinto. Así tenemos hombre
y mujer, caballo y yegua, vaca y buey, etc. El resto de sustantivos no tenían
marca de género sencillamente porque las cosas y los conceptos no tienen sexo.
Sólo terminaban de modos distintos.
Podemos clasificar los sustantivos como
concretos y abstractos, comunes y propios, contables y no contables. Algunas de
estas tipologías se expresarían con determinadas terminaciones. Lo que hemos
llamado género indicaría una tipología gramatical. Así tenemos que en muchos
casos la terminación en [-a] final indica un conjunto mayor: una huerta es mayor que un huerto; una cuba mayor que un cubo;
una cesta mayor que un cesto; la leña está compuesta de leños;
un madero es contable y madera más genérico y abstracto; los matemáticos son los hombres y las
mujeres que se dedican a las matemáticas, mientras que las matemáticas son la ciencia abstracta que estudia los números.
En realidad lo que observamos es que el
del sufijo final [-a] está otorgando un sentido genérico con un matiz inclusivo
o pluralizador. Por ejemplo terminan en [-a] las palabras que designan animales:
jirafa, pantera, iguana, tortuga, ballena, araña, etc. Se conocen como
epicenos, porque la misma forma se usa indistintamente para un macho y para una
hembra. También terminan en [-a] palabras que designan oficios: astronauta,
policía, poeta, pianista, dentista. Otro grupo que termina en [-a] son las palabras
que designan los frutos y las flores: fresa, manzana, pera, ciruela, aceituna,
naranja, margarita, rosa, violeta, etc.
La idea de agrupar las palabras terminadas
en [-a] bajo la etiqueta de marca de género se le ocurrió a Protágoras, un
gramático griego. Fue él quien puso las etiquetas de masculino y femenino a las
palabras griegas, afirmando que el género no marcado
era el masculino, pero ya incluso su contemporáneo Aristófanes se burló de su
afirmación. ¡No tenía sentido ni para los propios griegos!
La conclusión a la que han llegado
investigadores como Silvia Luraghi [2] profesora de lingüística
de la universidad de Pavia, es que las lenguas diferenciaban dos tipologías: una
para animado, contable, individual y otra para neutro, genérico, colectivo. No
tenían géneros en oposición masculino y femenino, sino que era una
clasificación nominal. Por ello, la terminación considerada marca de género no
sólo es una generalización muy reciente en el tiempo sino que además procede de
un sufijo con sentido colectivo que, en algunas palabras, evolucionó hacia un
antiguo determinante.
[Puedes leer el artículo entero aquí: Los romances derivan de una lengua madre de carácter aglutinante ]
[1] Filólogo y lingüista catalán autor de más de 40 libros. Impulsó, coordinó
y dirigió la famosa Gramàtica del
català contemporani vol. I, II, III. Barcelona: Editorial Empúries.
[2] Luraghi, Silvia.
The origin of the feminine gender in PIE.
An old problem in a new perspective. [en línea]